Balvanera by Francisco Narla

Balvanera by Francisco Narla

autor:Francisco Narla [Narla, Francisco]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2022-05-25T00:00:00+00:00


El maese de la Balvanera era un tipo ceniciento parapetado tras un ceño fruncido. De esas gentes que en plena verbena se lamentan de que pronto terminará la fiesta.

Tenía cierto aprecio a Toral porque, como el tabernero, él también era de origen gallego. De la muy leal Cangas del Morrazo, como le gustaba puntualizar. Provenía de una familia de raigambre asentada en el barrio de la imponente colegiata y, durante generaciones, los suyos se habían ganado el pan con las salazones de sardina y los secaderos de pulpo, hasta que, colmando sus ansias de medrar, el propio Salustio se había aventurado en aquel trajín con las Indias.

Cuando pasó bajo el cartelón de madera, su eterno ceño fruncido delataba reticencia. Pero lo oído obligaba, así que, para cuando llegó a la mesa del tal Hernán de Montalbán, ensayó un saludo cortés que no disimuló sus aires pesimistas.

—Mi señor Fragoso, cuánto os agradezco que os hayáis animado a bajar.

El maese se fijó en las ropas y el aspecto del médico y no se molestó en disimular la mueca de desdén. Entre ambos quedó Toral, en cuyo rostro sonreía bobalicón el espiritoso trasegado.

—Tomad asiento, por favor —ofreció el hebreo.

El maese permaneció en pie, en silencio, con aquel entrecejo desconfiado.

En tromba entraron entonces algunos jornaleros del puerto, que ya traían la tonada puesta y venían dispuestos a arreglarse los callos de las manos con las jarras de vino de la casa. Y Toral, chistando la lengua con disgusto, tuvo que atender a sus obligaciones.

Cuando se quedaron solos, el uno frente al otro, con la mesa en medio, el maese abrió la boca por primera vez:

—Mi tiempo es escaso, y en mi opinión el segundo mandamiento se queda corto: no hay que mentar a Dios en vano, pero tampoco a su majestad el rey y menos aún a Castilla. Bastante desgracia tenemos ya con herejes, piratas, ingleses, francos y los peores de todos, los judíos.

Los brazos en jarras, el tono frío y aquel entrecejo decían más que sus palabras. Si hubiera fruncido más el ceño, la frente se habría quebrado limpiamente en dos.

—¿Qué es eso que he oído de que la corte precisa mis servicios? —añadió.

El hebreo temió que el asunto se le escapase de las manos. Aquel hombre tenía un temperamento aún más recalcitrante de lo que había supuesto.

—Por favor, recordad que la pérfida Isabel tiene espías hasta bajo la cátedra papal —dijo en tono cómplice—. Os ruego que bajéis la voz.

La mención a los agentes ingleses sorprendió al marino y, por un momento, las cejas aliviaron su presión.

—Tomad asiento, bebed y escuchad —continuó Samuel, sentándose él mismo—. Lo más que podéis perder es un poco de tiempo, pero podéis ganar mucho. El servicio que brindaríais a Castilla sería incomparable.

Fragoso era hombre del rey, de los que habían sentido un profundo dolor al conocer el descalabro de la armada en las costas inglesas, y la mención de Castilla le hizo sacar pecho.

—¡Santiago y cierra, España! Salustio Fragoso siempre estará dispuesto a servir a su Corona.



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